
Pendiente:
La organización política del mundo contemporáneo descansa sobre el concepto de Estado-nación, una construcción relativamente reciente en la historia humana. Sus fronteras definidas y su soberanía absoluta han permitido durante siglos una cierta estabilidad internacional, pero hoy muestran limitaciones profundas frente a los retos globales que se acumulan: el cambio climático, la desigualdad económica, la proliferación tecnológica, la migración masiva o la erosión de la biodiversidad. Estos problemas no reconocen fronteras, y sin embargo seguimos gestionándolos desde estructuras políticas que se fundan precisamente en la separación.
Ante esta paradoja surge una pregunta inevitable: ¿cómo articular un sistema de gobernanza que preserve la diversidad cultural y la autonomía local, pero que a la vez asegure soluciones efectivas y justas para los desafíos comunes de la humanidad?
Podemos enunciar un conjunto de principios básicos que cualquier modelo futuro debería respetar:
La democracia representativa moderna ha sido una conquista histórica frente a regímenes autoritarios. Sin embargo, contiene un fallo estructural: el voto ciudadano no garantiza la idoneidad de las personas elegidas. Así, líderes ineptos —o incluso contrarios al interés común— pueden alcanzar posiciones de enorme poder.
El problema puede degenerar en dinámicas peligrosas: manipulación mediática, populismos extremos, incluso la deriva hacia dictaduras. Sería impensable que la sociedad votara quién puede ser cirujano sin criterios de competencia profesional; sin embargo, lo aceptamos para los cargos políticos de más alto impacto.
Las posibles vías de solución incluyen:
A lo largo de la historia, los problemas colectivos se han resuelto principalmente por consenso social o político. Sin embargo, la creciente complejidad de la realidad hace que muchos de ellos requieran soluciones basadas en ciencia, simulaciones de sistemas complejos y modelos predictivos.
El consenso sigue siendo indispensable en materias culturales, simbólicas o de convivencia, como el diseño urbano o las normas sociales menores. Pero en áreas críticas —energía, medio ambiente, salud pública, regulación tecnológica— la evidencia científica debe prevalecer.
El reto consiste en trazar la línea:
Lo peligroso sería tanto abdicar de la ciencia en cuestiones técnicas como pretender imponer la “dictadura del dato” en ámbitos donde la diversidad cultural debe florecer.
Uno de los temas más espinosos es el de la propiedad, especialmente la de la tierra. El modelo occidental, con derechos prácticamente ilimitados de herencia y acumulación, tiende a producir desigualdades crecientes. El modelo chino, donde la propiedad tiene un horizonte temporal limitado (por ejemplo, 70 años en el caso de viviendas), introduce un freno a esa acumulación perpetua.
Un futuro sistema podría buscar un equilibrio:
La ONU, pese a su rol histórico, ha mostrado una eficacia limitada. Los Estados-nación resisten ceder soberanía a un marco legal común global. Sin embargo, la necesidad de un aparato mundial que garantice leyes compartidas se hace cada vez más evidente.
Un futuro posible es el de un sistema multinivel, donde:
Este modelo no puede imponerse por la fuerza, sino construirse de manera gradual, sobre la base de experimentos locales, cooperación voluntaria y, sobre todo, la urgencia creciente de los problemas globales.
El futuro de la humanidad exige un salto evolutivo en nuestras estructuras de gobernanza. El Estado-nación no desaparecerá, pero deberá integrarse en un entramado más amplio, donde la ciencia, la ética y la responsabilidad compartida sustituyan progresivamente a la mera lógica del poder y de la frontera.
El desafío es inmenso: diseñar un sistema que maximice el bienestar, respete la diversidad, limite la acumulación desmedida y asegure la sostenibilidad de la Tierra como hogar común. La alternativa a no intentarlo es clara: fragmentación, colapso ambiental y el sufrimiento de millones. El tiempo para iniciar esta transformación es ahora.